2.- Fusus et voluntas



En la noche de Vallefresno, el cielo se teñía de púrpura salvaje y los aromas de las flores nocturnas estallaban en el exterior, dispersando sus caricias dulces en el olfato. Se ensamblaban con el ulular de los búhos, con el murmullo continuo del viento en las hojas y el crujido de las ramas, armonizados con el arrullo lejano, leve, de un mar de aguas claras y una playa blanca.

El paladín no lograba conciliar el sueño. Le costaba mantener la atención, tanto como reposar la mente con todo aquello tras de sí, con el reclamo constante, continuo, de aquella inmensidad perfecta y ordenada resonando con trémolos cristalinos en su interior, a su espalda. Se había tumbado en el futón y había permanecido con los ojos abiertos, incapaz de cerrarlos, contemplando las hebras doradas que se entrecruzaban, la malla tejida que percibía sobre la realidad y el discurrir energético sobre ésta con fascinación, sin poder hacer otra cosa. Finalmente, saturado de sí mismo, se había deslizado en silencio hacia un rincón de la casa blanca, desde el que observaba trabajar al artesano al otro lado de la estancia, inclinado sobre la mesa de trabajo a la luz de dos candiles. Desde su posición, envuelto en la brumosa luz dorada de los fanales, le veía, de espaldas. La toga oscura, las piernas flexionadas, uno de los pies descalzos apuntalado en la pata del blanco escabel, el cabello negro cubriéndole los hombros y las puntas de los cuernos oscuros. Se concentró en su imagen y en el sonido áspero de sus movimientos al pulir las piedras.

Aquel día, el brujo le había llevado a la Cruzada. Poco a poco, iba recordándole dónde podía anclarse, dónde debía sujetarse para no perder de vista sus deberes y sus intenciones. Le había mostrado los puntos de apoyo, le había acompañado a refrescar lo que ya sabía y a valorar lo que seguía siendo importante y lo que no, y todo aquello se estaba ajustando de nuevo, lentamente, en su propio ser ahora más completo. Y aunque todo tenía su peso y su medida, el paladín sabía bien cual era el hilo más fuerte, la cadena más poderosa a la que podía aferrarse para no perderse en el influjo hipnótico del medio al que pertenecía, mantener la vista fija sobre esta realidad. Ya había salido de él en una ocasión, simplemente volviendo la mirada hacia su compañero, como ahora estaba haciendo, y eso bastó para arrancarle de la espesa urdimbre en la que se deslizaba con indolencia.

Aquello lo recordaba y lo recordaría siempre con una claridad especular, casi antinatural. Una noche en las Cumbres Tormentosas. Ruinas antiguas de titanes. Tierra vetusta cubierta de nieve que refleja las luces del Norte y una cúpula dorada, bruñida, donde dos elfos murmuran a media voz, abrazados.



El paladín, que había recorrido las inmensidades sin perderse, se había precipitado a través del mundo, cabalgando como si no hubiera mañana, con una ansiedad dolorosa en el alma que no tenía lugar. ¿Qué es la distancia para dos almas unidas? ¿Qué es el tiempo para un vínculo tan fuerte como la gravedad, tan eterno como el infinito? No es nada... pero aun las nimiedades se le hacían insoportables, y espoleado por un instinto violento e incomprensible, se había precipitado hacia él. No bastaba contemplarle desde todas partes, no bastaba tenerle cerca a pesar de todo. Nada era suficiente, y la añoranza había podido finalmente con él. Solo quería verle un momento, poder hablarle y abrazarle un instante.

El brujo, como un faro que aguarda con los brazos abiertos, se mantuvo firme y resignado durante días, consciente como las rocas de que el mar le alcanzaría, esperando su regreso. Theron siempre había esperado. Esperar que él andara, esperar que él entendiera, esperar que él se moviese, esperar que se marchara, esperar que volviera, siempre esperando de él, sin desesperar ni acuciar, aunque algunas esperanzas ya se adivinasen imposibles.

Y ahora, entre el abrazo del alivio infinito, con la leve angustia en la garganta, se estrechan uno contra el otro, sedientos de la presencia al otro lado, murmurando con suavidad su añoranza, su turbación ante las fuerzas que tiran de ellos obligándoles a estrellarse, la melancolía enredada en el pecho y un suave dolor, el del sacrificio que conocen.

Sin pudor, el brujo se había arrojado contra él en toda su vasta necesidad, sin ocultarle cuánta sed le había provocado tenerle lejos sólo por tres días. El paladín no esperaba eso. Como siempre, las emociones de Theron le conmovían profundamente, removían su interior y le hacían derramarse como una presa rota. Había reconocido entonces lo que quería callar, lo que ocultaba con toda la maestría que le permitía su carácter, pues su cercanía en aquel momento le proporcionaba un bálsamo indecible y también le recordaba el dolor. El dolor mordiente que le desgarraba por dentro, como colmillos incrustados en una parte de sí que no comprendía, y lo había confesado sin dramatismos, pues ya lo había aceptado. Pero no sabía ni podía mentir al respecto, así que habló y descorrió los velos de ambos.

- Nos tapamos las costuras abiertas con remiendos de las sedas más finas... los más brillantes. - susurró el paladín, con la voz entrecortada. - Los más perfectos. Los únicos que nos hacen parpadear entre tanto gris.
- Pero no es el pedazo que falta - replicó el brujo, con la mejilla pegada a su cuello.

Se estrechaban, rodeándose con los brazos, intentando atraerse más a pesar de las placas metálicas de la armadura, de la tela gruesa de la capa de piel blanca. La ventisca silbaba en torno a ellos, les agitaba el cabello, arrastrando pedazos de escarcha. El rostro de alabastro de Theron parecía entonces una escultura de marfil, con la leve inquietud pintada en la mirada jade húmeda y turbada, joyas engastadas en el negro plumaje de las pestañas. Él mantenía la mandíbula tensa, la expresión regia y contenida habitual, y la mirada dorada, trémula a causa de una emoción misteriosa, destellaba tenue.

- Son joyas, y las usamos para tapar un puto agujero, tratando de llenarlo. Es injusto - dijo, apretando los dientes y apoyando la barbilla entre los cuernos de Theron.

Sus voces eran murmullos sentidos, contenidos. Se enfrentaban uno a otro como náufragos aferrados a la soga que les mantenía a flote, mientras el dolor rasgaba con lento desliz, leve pero continuo, en el fondo de las almas. El mismo, para los dos.

- Y sin embargo, lo aceptamos - las palabras del paladín sonaron amargas, brotaban con el sabor metálico del acero. - Y aun no sé por qué. No entiendo... no entiendo bien por qué admito esto, Theron.

En el largo instante de silencio, el brujo tomó aire, sus ojos relucían, teñidos por el velo vibrante de la tristeza y el sufrimiento añejo, de un anhelo encostrado que echó raíces en su alma tiempo atrás, que había ocultado y dirigido con prudencia. Siempre pensando en él, en no presionarle, en respetar su voluntad, la cadencia de sus pasos... y al escuchar aquello, sintió la ingravidez. La sensación de estar haciendo equilibrios en un hilo imperceptible, de haber alcanzado en aquel instante la cresta de la ola y vislumbrar al otro lado la posibilidad. La posibilidad de que una esperanza ya perdida pudiera ser real. Bajo el azote constante de los vientos del Norte, sus cabellos se entremezclaban, y se observaban, conscientes de estar en esa cumbre que podía elevarles o dejarles caer rodando. Con la opción de cambiar y dar un paso decidido hacia lo inimaginable o dejarse caer de nuevo a los lechos conocidos, donde hay dolor pero también la seguridad de no saberse expuestos.

Así, Theron desveló un atisbo de la necesidad que le asfixiaba por dentro, balanceándose al borde de su hilo, aferrándose a él con desespero.

- Una sola palabra... - dijo con voz temblorosa, sin apartar la mirada - ...una sola palabra me haría renunciar a todo.

Y la respuesta brotó inmediata, atropellada, irreflexiva y con la intensidad de la certidumbre, vibrando en la garganta del paladín, deslizándose al vocalizar, inundando los oídos de ambos. No podía pensar en ello, no quería pensar en ello. Sabía lo que quería, lo que querían los dos, y esta vez no iba a hacerlo. No iba a pensar en nadie más. Ya había sido suficiente.

- Hazlo. Yo también lo haré.

El brujo le miró, pálido. El viento azotaba sus cabellos, con cristales de escarcha prendidos como joyas que engalanan una anémona oscura.

- Sabes cual será mi respuesta... no pongas esto en mis manos - susurró entrecortadamente.

El paladín le observó, grave y firme. Sus ojos traslucían un resplandor cálido y sentido que no se velaba en aquel instante detrás de ningún otro sentimiento. Desnuda su mirada, desvistió después su corazón. Una vez vista la verdad, no podía volver atrás, no quería echarse atrás. Si lo hacía, siempre sabría que no era lo correcto, jamás podría engañarse. Él ya había decidido.

- No lo pongo en tus manos - respondió, sin recular. - Te digo que lo voy a hacer, te digo que lo hagas también tu. Me da igual lo demás. Quiero quedarme contigo, y eso es todo. Habrá dolor, habrá espinas, hay quien va a sufrir... no me importa. Se acabaron los espejos. Los voy a romper todos. Tu eres mío, yo soy tuyo. Y punto.

Solo eran palabras. Palabras pronunciadas en una noche de astros atentos y universos en conjunción, pero que encontraban su resonancia en cada acto, como el viajero la encuentra al llegar a Ledoria y volver la vista atrás, contemplando el camino recorrido y siendo consciente, al fin, de todo su sentido. Porque con ellos, las palabras nunca eran solo palabras, y todo tenía significado. Susurros pronunciados con las voces sentidas, extrañas, que se escurren entre los labios ahogadamente cuando brotan directamente de la esencia, de lo más profundo. En un abrazo sobre una cúpula dorada, se rompieron las cadenas, y la voluntad y el destino se cogieron de la mano, retorciéndose en un solo cordón de oro argénteo y plata dorada que se fundió con solidez.

Theron se estremeció, su alma temblaba, ensanchándose. La voz del paladín estalló en su interior. No lo podía aguantar, era imposible, nunca había podido aguantar con él. Las lágrimas resbalaron, quemando la piel. Esa era la certeza que se anudaba en su garganta, la que siempre había permanecido agazapada, callada, y dolía como el infierno... laceraba ante la creencia de que aquel martirio al que se condenaba era lo mejor para ellos... para él, para Ahti. Y en el paladín brillaba esa certeza sin ningún velo capaz de ocultarla una vez descubierta, grabada a fuego en el fondo del alma como una llamarada que todo lo consumía, sin circunstancias, sin espejos, sin nada. En parte, descubrirla le asustaba. Pero él sabía que todo lo importante, todo lo grande y verdadero, impone reverencia y veneración.

- Mío... - susurró el brujo, clavando los dedos en las placas hasta hacerse daño, apretando los dientes hasta que dolía, estrechándole con violento arrebato y liberación - mío... mío

Al fin podía decirlo. Podía decirlo con libertad, incrédulo en parte, incapaz de abarcarlo, ahogándose, asfixiándose. Lo repetía en un mantra de éxtasis sublime que le estremecía hasta lo más hondo, lo repetía por todas las veces que se le había negado su derecho, por todas las veces que no había podido hacerlo. Suyo. Se acabó el compartir el resplandor, se acabó la mordedura venenosa de los celos, que le desgastaba, pulsante y violenta más que ninguna otra, al fin, suyo. Y al ser suyo podía de una maldita vez pertenecerle por completo. Nunca más pisadas ajenas en su casa, nunca más viviendo de alquiler, suyo el suelo y las paredes, suyas las llaves, suyo y nada más. Se sentía aceptado, reconocido, correspondido. Una fortaleza abierta sólo para sus ojos, que le acogía ahora sin más necesidad que tenerle como habitante y que teniéndole a él no precisaba de ninguna otra cosa. Era ese el verdadero sentido de la pertenencia. El sentimiento de unidad y de ser único. De vitalidad y de estar plenamente vivo. De significancia y significado completo.

- Sólo soy yo si es contigo... perdóname por habernos engañado tanto, a los dos - replicó el paladín en el abrazo, la voz entrecortada, acelerada, bullendo con el temblor precipitado de hacérselas llegar - Tenías razón aquel día en tormenta abisal... soy un capullo. He tenido que dar muchas vueltas para llegar al principio. Para darme cuenta de esto, para entender lo que quieres, lo que quiero. Pero sabiéndolo ahora, no voy a dejar que vivamos en una mentira estúpida que sólo nos hace daño a todos por miedo a ... a nada.

El brujo negó con la cabeza, enredando las manos en el cabello de su par, alzando la cabeza para besarle, morder sus labios con auténtica necesidad, ahogándose en los sollozos contenidos. Y el paladín le estrechó con desesperación, hundiéndose en el beso que le reclamaba, reclamándolo a su vez. Por algún motivo todo le parecía entonces limpio y claro en el cielo tormentoso. Se reclamaron y se sellaron, ajustándose en la sincronía natural de aquello que eran, y mas allá, de lo que querían ser, de lo que habían construido a lo largo del tiempo. Un vínculo que empezó siendo sólo un cable desnudo. Un vínculo que habían aceptado, sí, pero que además habían completado al tenderse el uno hacia el otro queriendo alcanzarse, queriendo verse y completarse. Hasta que lo que fue un fino cordón se convirtió en una gruesa cadena ornamentada, de resplandores puros y vibrantes, de joyas engastadas, sobre la cual podían edificar ciudades, sólida, flexible y pura.

Los astros les contemplaron, atentos, mientras los cristales de los espejos rotos, ya inútiles, se desprendieron y se pulverizaron al reflejarles en su desnudez, puros y valiosos. Porque el universo es sabio, y siempre gira en la dirección que debe. Y la gravedad, inquebrantable e infalible, se detuvo por un momento a admirar su obra desde los confines de la Creación, antes de asentir y proseguir su rumbo, alejando y acercando los planetas, los astros, los vacíos y las almas en un tapiz de ciclos eternos.

"No sé donde ha empezado este camino. Pero sólo he encontrado respuestas cuando dejé de hacerme preguntas y, simplemente, miré. Y mire donde mire, te veo a ti, melian"





Lo recordaría siempre como se recuerdan los principios y los finales. Aquella sensación de descubrir delante de sus narices algo tan claro, tan sencillo, que de alguna manera nunca había visto. En aquella ocasión, el anhelo y la añoranza le habían arrancado del tapiz insondable para recorrer medio mundo sólo para abrazarle. Y al hacerlo, todo se había desencadenado como un temblor de tierra o una fuerza natural.


El reclamo de la espesa urdimbre, que tintineaba tras de sí, llamándole con el tirón de su propia esencia, palidecía frente a aquella otra invocación, continua y constante, que desviaba su atención una y otra vez hacia Theron. Se convertía en algo salvable gracias a esa gravedad que tiraba de sí hacia él. Quizá siempre había sido así.

Quizá por eso, contemplando el trabajo del artesano en la quietud de la noche, enredándose en él y deslizándose lentamente en su interior, en el vacío donde los ecos no asediaban y el silencio le abrazaba, sabía que acabaría durmiéndose en el rincón, refugiado en la Sombra que le amparaba, cubriéndole con los velos de un sueño plácido y perfecto en la orilla de una playa imposible.


Posted by Unknown | en 6:50

2 comentarios:

Neith dijo...

/clap. No puedo ser objetiva por que yo VIVÍ esa escena, pero me he bebido el texto, no lo he leido. Me encanta como lo has trasladado y es muy acertado el punto de vista de Theron, que como siempre lo bordas.

Crowen dijo...

Me he estremecido, como siempre que trasladas a la pantalla momentos intensos interpretados y vividos.
No puedo estar mas de acuerdo con Ther, me quito el sombrero.
Gran relato, gran historia, gran momento.

:)

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