IV - Maestus Regina

Entre sus brazos, se deshacía en lágrimas. El naaru cantaba, girando en su eterna danza melódica, metros mas allá, y la Reina Triste lloraba, sin que ninguna caricia le bastara, sin que el susurro de su voz en el oído aplacara aquel dolor amargo y punzante enterrado en su corazón como una lanza eterna.


- No me rechaces más - le dijo, deslizando los dedos por sus cabellos, cubriendo su rostro de besos tenues, deslizando la impronta de su pertenencia en su interior como prueba de amor, envolviéndola con ella y cediéndole una parte de sí - Eres tú quien se aleja.


Conocía la historia de la Reina, la leyenda de la mariposa del crepúsculo, que siempre deseaba que fuera el día para ella, que perseguía el sol desde el claro del bosque feérico. Allí, en la ciudad de Shattrath, bajo el dorado resplandor de A'dal, la había encontrado y reconocido. Wilwarin, a quien había amado más que a sí mismo y a todas las cosas, a quien amaba tanto que no podía dejar de volverse hacia ella, su ancla en este mundo, lo que con más fuerza tiraba de su consciencia hacia la realidad. Un crisol de luz plateada y dulce, frágil y fuerte, reina y desheredada, objeto de su dedicación como nadie nunca lo había sido desde que Ivaine partiera. Que le había llegado hasta la médula y el fondo de los huesos, que había hecho convulsionar su alma.


Ella alzó el rostro moreno bañado en lágrimas y le miró con los ojos cubiertos de argénteo resplandor, conteniendo los sollozos. Sabía de su dolor. Entendía que sufría y cómo lo hacía, entendía aquellos sentimientos que no podía borrar, aquella herida de la que no podía rescatarla, cuyas consecuencias intentaba restañar y consolar con todo cuanto era; no por lástima o culpabilidad, sino porque la amaba irracionalmente - era consciente de ello - y su dolor le dolía también a él.


- Me siento como una idiota - murmuró, con la voz susurrante y sedosa, interrumpida por las lágrimas.
- No eres ninguna idiota


Los labios suaves y el olor a jazmín, las negras pestañas espesas y los ojos como broches de plata engastada, hermosa y elegante como un cisne, que mira su reflejo y sólo ve un ave desplumada y prescindible. Era suya, formaba parte de su vida y la necesitaba, lo sabía bien. Necesitaba su capacidad de mirar con sencillez, su manera de reflexionar, su serenidad clara y su equilibrio, como necesita el ave poder volver los ojos a la tierra y contemplar el resplandor de la laguna, el motivo por el que posar los pies en el suelo porque algo sobre él vale la pena.


Limpió sus lágrimas con los dedos y puso la mano sobre su vientre, donde Sunniva vibraba con ligereza, una presencia viva que crecía en su interior. Sunniva, regalo del sol. Porque eso es lo que era aquella niña que se desperezaba en el vientre de Wilwarin, la mariposa del crepúsculo que había mirado directamente al sol y había sentido la calidez de sus rayos, la potencia de su energía y el bullir de la vida esplendorosa, el día que el bosque feérico apartó las ramas cediendo al calor resplandeciente del día. Había derramado sus dones sobre ella y la había abrazado con intensidad, y seguía brillando ahora sobre ella, aunque sus ojos se hubieran vuelto hacia la tierra.


Y ahora la mariposa vagaba en el claro, llorando lágrimas ardientes mientras buscaba de nuevo la luz del sol que no podía ver, lamentando la oscuridad, extendiendo las manos hacia un cielo que creía tenebroso, cuando todos los astros del día y la noche resplandecían en él para ella. Llamaba y reclamaba, en el vergel florido, que a su percepción consideraba un valle de espinas, cegada por el dolor equívoco que había abrazado. La reina triste, la polilla ciega, que tenía que aprender a ver de nuevo.


Le dolía su dolor y su rechazo, porque no se sentía amada a pesar de que la amaba más que a cualquier otra criatura de este mundo, porque no se sentía especial a pesar de que la necesitaba más que a cualquier otra cosa en esta realidad, porque se sentía abandonada a pesar de que no hacía otra cosa que intentar salvarla. Pero la vida son pétalos y espinas, y para la mariposa habían llovido los pétalos, no dejaban de hacerlo, a través de las espinas que ahora se enredaba al cuello y se ceñía como corona.


- Si quieres estar conmigo, hazlo. Quédate con nosotros - le dijo, apartándole el pelo del rostro - No nos apartes más.


La reina triste asintió y suspiró, dejando correr algunas lágrimas más antes de que su llanto se detuviera, y él la abrazó de nuevo, estrechándola. No le importaba clavarse su dolor, con la esperanza de que Wilwarin era lo que había visto en ella, y si no lo era, llegaría a serlo de nuevo. Por eso escurrió la impronta en su interior y la marcó con ella, uniéndola a sí para que no olvidara que la soledad sólo era un fantasma, que era amada y querida, que tenía una familia, que pertenecía a algo. Le había abierto todas las puertas, y ahora le entregaba un lazo profundo con sus sentimientos, permitiéndole percibir los suyos, exponiéndose a degustar los de ella.


Sabía que ella aún tendría un largo camino hasta comprender que no se puede tener todo. Pero tenía una fe profunda en la reina, que era fuerte aunque no supiera verlo aún, y sabía que tarde o temprano, sabría mirar alrededor y darse cuenta de lo hermoso que era su jardín, de que el cielo hermoso y reluciente y todos los astros del firmamento la rozaban con su luz de plata y oro en el día y en la noche.

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