IV - Maestus Regina

Entre sus brazos, se deshacía en lágrimas. El naaru cantaba, girando en su eterna danza melódica, metros mas allá, y la Reina Triste lloraba, sin que ninguna caricia le bastara, sin que el susurro de su voz en el oído aplacara aquel dolor amargo y punzante enterrado en su corazón como una lanza eterna.


- No me rechaces más - le dijo, deslizando los dedos por sus cabellos, cubriendo su rostro de besos tenues, deslizando la impronta de su pertenencia en su interior como prueba de amor, envolviéndola con ella y cediéndole una parte de sí - Eres tú quien se aleja.


Conocía la historia de la Reina, la leyenda de la mariposa del crepúsculo, que siempre deseaba que fuera el día para ella, que perseguía el sol desde el claro del bosque feérico. Allí, en la ciudad de Shattrath, bajo el dorado resplandor de A'dal, la había encontrado y reconocido. Wilwarin, a quien había amado más que a sí mismo y a todas las cosas, a quien amaba tanto que no podía dejar de volverse hacia ella, su ancla en este mundo, lo que con más fuerza tiraba de su consciencia hacia la realidad. Un crisol de luz plateada y dulce, frágil y fuerte, reina y desheredada, objeto de su dedicación como nadie nunca lo había sido desde que Ivaine partiera. Que le había llegado hasta la médula y el fondo de los huesos, que había hecho convulsionar su alma.


Ella alzó el rostro moreno bañado en lágrimas y le miró con los ojos cubiertos de argénteo resplandor, conteniendo los sollozos. Sabía de su dolor. Entendía que sufría y cómo lo hacía, entendía aquellos sentimientos que no podía borrar, aquella herida de la que no podía rescatarla, cuyas consecuencias intentaba restañar y consolar con todo cuanto era; no por lástima o culpabilidad, sino porque la amaba irracionalmente - era consciente de ello - y su dolor le dolía también a él.


- Me siento como una idiota - murmuró, con la voz susurrante y sedosa, interrumpida por las lágrimas.
- No eres ninguna idiota


Los labios suaves y el olor a jazmín, las negras pestañas espesas y los ojos como broches de plata engastada, hermosa y elegante como un cisne, que mira su reflejo y sólo ve un ave desplumada y prescindible. Era suya, formaba parte de su vida y la necesitaba, lo sabía bien. Necesitaba su capacidad de mirar con sencillez, su manera de reflexionar, su serenidad clara y su equilibrio, como necesita el ave poder volver los ojos a la tierra y contemplar el resplandor de la laguna, el motivo por el que posar los pies en el suelo porque algo sobre él vale la pena.


Limpió sus lágrimas con los dedos y puso la mano sobre su vientre, donde Sunniva vibraba con ligereza, una presencia viva que crecía en su interior. Sunniva, regalo del sol. Porque eso es lo que era aquella niña que se desperezaba en el vientre de Wilwarin, la mariposa del crepúsculo que había mirado directamente al sol y había sentido la calidez de sus rayos, la potencia de su energía y el bullir de la vida esplendorosa, el día que el bosque feérico apartó las ramas cediendo al calor resplandeciente del día. Había derramado sus dones sobre ella y la había abrazado con intensidad, y seguía brillando ahora sobre ella, aunque sus ojos se hubieran vuelto hacia la tierra.


Y ahora la mariposa vagaba en el claro, llorando lágrimas ardientes mientras buscaba de nuevo la luz del sol que no podía ver, lamentando la oscuridad, extendiendo las manos hacia un cielo que creía tenebroso, cuando todos los astros del día y la noche resplandecían en él para ella. Llamaba y reclamaba, en el vergel florido, que a su percepción consideraba un valle de espinas, cegada por el dolor equívoco que había abrazado. La reina triste, la polilla ciega, que tenía que aprender a ver de nuevo.


Le dolía su dolor y su rechazo, porque no se sentía amada a pesar de que la amaba más que a cualquier otra criatura de este mundo, porque no se sentía especial a pesar de que la necesitaba más que a cualquier otra cosa en esta realidad, porque se sentía abandonada a pesar de que no hacía otra cosa que intentar salvarla. Pero la vida son pétalos y espinas, y para la mariposa habían llovido los pétalos, no dejaban de hacerlo, a través de las espinas que ahora se enredaba al cuello y se ceñía como corona.


- Si quieres estar conmigo, hazlo. Quédate con nosotros - le dijo, apartándole el pelo del rostro - No nos apartes más.


La reina triste asintió y suspiró, dejando correr algunas lágrimas más antes de que su llanto se detuviera, y él la abrazó de nuevo, estrechándola. No le importaba clavarse su dolor, con la esperanza de que Wilwarin era lo que había visto en ella, y si no lo era, llegaría a serlo de nuevo. Por eso escurrió la impronta en su interior y la marcó con ella, uniéndola a sí para que no olvidara que la soledad sólo era un fantasma, que era amada y querida, que tenía una familia, que pertenecía a algo. Le había abierto todas las puertas, y ahora le entregaba un lazo profundo con sus sentimientos, permitiéndole percibir los suyos, exponiéndose a degustar los de ella.


Sabía que ella aún tendría un largo camino hasta comprender que no se puede tener todo. Pero tenía una fe profunda en la reina, que era fuerte aunque no supiera verlo aún, y sabía que tarde o temprano, sabría mirar alrededor y darse cuenta de lo hermoso que era su jardín, de que el cielo hermoso y reluciente y todos los astros del firmamento la rozaban con su luz de plata y oro en el día y en la noche.

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La Leyenda del Eclipse - IV

Durante la última etapa del reinado de Azshara, los Elfos vivieron su época dorada y gloriosa. Los Elegidos para su Corte, los Bien Nacidos, se habían convertido en la élite de la sociedad. Su prestigio era el mayor entre su pueblo, su servicio a la Alta Dama para ellos un honor y un don. Los elfos vivieron su época dorada y gloriosa, los alvar se enfrentaron por vez primera a las persecuciones, como todo opositor a las actividades que tenían lugar cerca del Pozo.

El juicio de Elve'lei tuvo lugar en el templo de Zin Azshari, a puerta cerrada. De lo que allí se habló, solo los susurros lejanos que no dejan de resonar entre las paredes de sus ruinas pueden dar fe, su consecuencia ha recogido ecos durante milenios. Porque Elve'lei, al tratar de advertir al pueblo élfico de aquello que había de venir, atrajo la mirada de la Reina y sus más allegados hacia el Alvheim y hacia sí misma, y fueron considerados un peligro.

Tras el Juicio, el Alvheim se reunió nuevamente. Se habló largo y tendido, en murmullos en los claros de los bosques, y la asamblea de los Alvar se disgregó.

- Elve'lei ha sido desterrada - dijo Aikku - y los Alvar sin su par son el objetivo, pues la Reina ha decidido que son un peligro. Nuestra posición está en riesgo, nuestra familia también.
- Si todos partimos, no sabremos de los sucesos que hayan de acontecer al pueblo élfico - dijo Strelaya - pero si nos quedamos, seremos exterminados. Ya han atrapado a varios de nuestros hijos e hijas para juzgarles también. Y buscan a los líderes del Alvheim. No seremos tan ingenuos para pensar que lo hacen con buenas intenciones.
- Por eso, debéis partir - prosiguió Aikku. - Elve'lei se marchará con los pares, para poner a salvo a nuestra estirpe.

Todos estaban en silencio. El cielo nocturno mostraba a la Luna en el cuarto menguante, y los alvar se miraban unos a otros, escuchando las palabras de las Serpientes y comprendiendo lentamente el paso que habían de dar. Sólo Erinthod parecía no verse afectado, les observaba bajo su embozo gris, rodeado de los shindae, los hijos sin par, que se mantenían siempre cerca de él, pues su pena se calmaba en la presencia de Erinthod.

- Malanorei somos ahora, los Caminantes. Partid esta noche, Elve'lei. Lleva a la Sangre lejos de estas aguas turbulentas - rogó Strelaya, mirando a su compañera con inquietud.

Elve'lei, que se sentía dolida y herida por la incomprensión de los elfos y las consecuencias que su deseo por evitar el desastre estaban teniendo sobre el Alvheim, solo asintió, sin deshacer su orgullosa pose ni mostrarse más que severa y firme.

- Nosotras nos entregaremos como los líderes del Alvheim - dijeron las Gemelas entonces, dando un paso al frente. - Así Strelaya y Aikku quedarán a salvo y podrán ocultarse entre el pueblo de los elfos sin ser buscados, pues nadie sabe aún de su pertenencia a la Sangre.

El silencio se volvió grave y pesado esta vez, y ni Aikku ni Strelaya encontraron palabras que decir. Una profunda amargura goteaba lentamente sobre todas las almas, y aquella declaración solo la volvió más dolorosa. Strelaya derramó una lágrima y corrió a abrazar a las dos muchachas, que mantenían la misma sonrisa suave y parecían decididas a dar sus pasos.

- Cómo quisiera apartar esta copa de vosotras - murmuró entre las lágrimas.
- No sufras, Señora, pues ya la hemos libado, y no tenemos miedo - respondieron las dos a la vez.

Y así se disolvió el Alvheim por primera vez. Estrecharon sus vínculos y se aprestaron a partir los pares, aunque muchos de ellos se negaron a abandonar la tierra conocida y el pueblo cercano. Antheros y Eirhenher encabezaban el pequeño grupo que había decidido quedarse, y cuando las Serpientes les rogaron que partieran junto a sus hermanos y hermanas, los dos negaron a la vez.

- No queremos huir, queremos luchar - dijo Eirhenher, en cuyos ojos oscuros brillaba la determinación del guerrero.
- Nos quedaremos con orgullo, venga lo que tenga que venir - dijo Antheros. - Si hay una posibilidad de que cambie esta situación, algunos de nosotros seremos necesarios para moverla en la dirección correcta. Permaneceremos cerca del pueblo de los elfos, y haremos lo que podamos con las circunstancias que se nos han dado.

Los dos elfos, altivos y hermosos como el día y la noche, eran un par antiguo y muy unido. Por eso su decisión atrajo a algunos más, que meditaron y asintieron, y se unieron a ellos.

Aquella noche, cuando el alba aún no había despuntado, Elve'lei y las familias que habían optado por el exilio, descendieron los acantilados del vasto bosque de Azshara, embozados y ocultos en la quietud de la noche. Bajo la caricia de las estrellas, subieron a las pequeñas barcas élficas y encendieron los diminutos fanales de la proa, y dejaron que las aguas se los llevaran lejos. Con los rostros vueltos hacia la orilla, agitaron las manos y se despidieron de aquellos que se quedaban, derramando lágrimas transparentes que fueron a alimentar al mar.

Y Delorah les vio partir, desde lo alto de una colina. Su llanto era incesante, mientras con los dedos teñidos de pigmentos y el cincel entre las manos temblorosas, sobrecogida por una gran nostalgia y una profunda emoción al ver marcharse para siempre a sus Hijos, grababa sobre una tablilla de piedra y dibujaba con sus manos impregnadas de blanco y negro, relatando en imágenes la partida de los Alvar.

- Shorel'aran, shan'dor malanorei - susurró a la Luna. - Falah sin an'alah

Y pasaron los años.

Y aunque nadie le vio ni pareció darse cuenta de ello, aquel instante antes del amanecer, también Erinthod partió seguido de los alvar sin par, de los shindae, que junto a su presencia sosegaban la ansiedad y el anhelo por sus mitades.

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La Leyenda del Eclipse - III

Durante el reinado de Azshara, la estirpe de Erinthod había crecido lo suficiente. No menos ni más de lo que era necesario. Los Alvar habían intuido lo que eran con el paso del tiempo, y aunque no estaban ocultos a ojos de los demás, no eran más importantes que cualquier secta menor, no eran más temidos que cualquier grupo que se reunía en compañía. Los clanes y familias de Alvar se reunieron bajo el Alvheim, una institución sincrética creada para compartir conocimientos, buscar sus raíces, comprender el por qué de su existencia y observar el transcurrir de la vida alrededor, guardando el equilibrio como hacían entre sí.

Erinthod había permanecido junto a ellos, aunque su presencia era aceptada con una naturalidad que rozaba la indiferencia y su existencia un misterio para todos. Pocos eran conscientes de que aquel elfo encapuchado era el origen de sus líneas de sangre, y si lo eran, no le daban importancia. Aikku y Strelaya eran el par más completo de todos los que se conocían. Osados y sabios, con gran capacidad de visión, se habían encontrado el uno al otro en su juventud y habían estrechado su vínculo en un amor arrebatado que les había unido con más intensidad. Ella era blanca de rostro y cabello, sus ojos brillaban con calidez en un tono áureo y su aspecto era menudo e infantil, como un hada diminuta. Aikku era alto y delgado, con el noble porte de un príncipe nostálgico sin rozar la altanería. Su elegancia impelía a la reverencia, y la belleza de sus facciones mostraba el aspecto antiguo de aquellos que buscan el conocimiento con avidez. Pues Aikku era un estudioso aplicado, que investigaba la magia con entusiasmo pero con prudencia, y Strelaya una sacerdotisa dadivosa, que se entregaba a la piedad y la compasión sin reservas para hacer más felices a aquellos que le rodeaban, consciente de los vínculos que unían a los vivos y les harían alzarse o caer sólo con el aleteo de una mariposa. Por su sabiduría y su profunda unión, por su incomparable equilibrio y su iniciativa, fueron Aikku y Strelaya los líderes del Alvheim, las serpientes que se miraban en armonía y guardaban el conocimiento al tiempo que mostraban los caminos a aquellos que querían recorrerlos. El Camino del Equilibrio fue abrazado por la estirpe de Erinthod y Shadran casi en su totalidad.

Apenas se contaban en una veintena entonces. Entre ellos se encontraban Ykriel y Mannathir, Dinah y Koshet, las dos gemelas, Eirenhier y Antheros y muchos otros. Todos tenían sus Dones y sus Venenos, algunos aún no habían encontrado su par, como Elve'lei, pero convivían en armonía y buscaban, buscaban mientras observaban.

Elve'lei era una joven hermosa y de gran talento en el campo de la magia. Había sido bendecida con el Don de la videncia y el Veneno de la desesperanza. Por eso, cuando en su visión del futuro contempló lo que estaba por venir, corrió al Alvheim y habló a los suyos, con voz clara y decidida y mostrando su fuerte carácter.

- Una maldición caerá sobre el pueblo de los elfos si la ambición de la Corte de Azshara sigue adelante - exclamó en el pequeño claro oculto donde se reunían, lejos de la deslumbrante ciudad de los kaldorei. - He visto una legión de demonios infernales atravesando el Pozo, llamas y fuego, horror y devastación. He visto el desastre sobre nuestras cabezas. Es momento de intervenir.

Mannathir se agitó con inquietud, y las gemelas se miraron. Strelaya y Aikku conversaron sin palabras brevemente, y por fin levantaron su voz, uno tras otro.

- Sabemos del camino emprendido por Azshara. Observaremos por el momento - dijo Aikku.
- Puede traer más mal que bien hablar de esto.
- Pero ¿no somos acaso guardianes del equilibrio? - replicó Elve'lei. - ¿De qué sirven las teorías de las que largamente hablamos si no actuamos cuando tenemos la oportunidad? Lo que va a suceder es inaceptable. ¿No vamos siquiera a intentar detenerlo?

Se discutió durante horas. Elve'lei era de fuerte carácter y de gran determinación. Se había unido al Alvheim en último lugar, y aunque su compañía era difícil y no tenía par, todos la aceptaban como una más. Y en el fondo de su corazón, Elve'lei deseaba lo mejor para todos, lo buscaba. Por eso desobedeció al Alvheim.

Al día siguiente marchó a la ciudad y habló a las gentes del pueblo, les habló de su visión. Causó un gran revuelo, pues su presencia era poderosa y sus palabras muy decididas, y nadie quedó indiferente a sus palabras. Algunos la tacharon de loca y pronto avisaron a las autoridades, otros la escuchaban con calma, reflexivos, y unos pocos la creyeron sin dilación y hubo miedo en sus corazones ante lo que estaba por venir.

Así, apenas pasaron dos jornadas cuando Elve'lei se vio presa y comenzaron los interrogatorios. Se dio inicio a La Gran Purga, como se conocería en lo sucesivo a los hechos que acontecieron a partir del alegato de Elve'lei. El Alvheim, que hasta entonces había pasado desapercibido, se convirtió en un objetivo para la Corte de Azshara, que no tardó en ver en ellos una amenaza a su poder, a la consecución de sus ambiciones, y muchos fueron interrogados, otros tantos, juzgados.

Shadran permanecía viviendo en la metrópolis de los elfos junto a su consorte, la Sacerdotisa de Elune Delorah Adarn, a quien algunos conocían ya como la Perla de Eldarath. Camuflaba su presencia lo mejor que podía y cumplía con su papel para con el Equilibrio cuando así era necesario, sin que hubiera un solo paso de esta labor que no dejara una huella en su corazón. Jamás se acostumbró a aquello que no había elegido, y no encontró el menor consuelo, el más escueto apoyo más que en su esposa, sufriente y sacrificada. En muchas ocasiones había tratado de acercarse al Alvheim, reunirse con su hermano Erinthod y con sus hijos. El miedo de la Estirpe, su negación a aquello que Shadran significaba, les condujo a rehuírle, darle la espalda y temerle, y jamás se abrió una puerta del Alvheim para él.

Y acababa de recibir uno de estos rechazos, que le hacían despertar la ira y el rencor, cuando la Reina Azshara, Señora de los Elfos, Excelencia de Eldarath y Alta Dama de los kaldorei, llamó ante su presencia a Shadran y Delorah.

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La Leyenda del Eclipse - II

- Sabes lo que tienes que hacer - le dijo Erinthod simplemente.

Habían pasado los años y habían pasado las eras, los Elfos habían crecido.

Delorah se había convertido en una de las más grandes sacerdotisas de Elune, respetada y admirada en el reino pujante y floreciente de los Kaldorei, que ahora se había hundido en la investigación de la magia descubierta. Como parte de la más alta capa de la sociedad, ahora su prestigio era grande. Los hijos de Erinthod habían sido los suficientes, y todos habían encontrado su par entre las hijas de Shadran. Pero Shadran y Delorah habían tenido más descendencia, y algunos de ellos no tenían aún a su mitad, trastabillaban a duras penas sin hallar aquello que buscaban y se desequilibraban, cayendo en la melancolía y la nostalgia, cercados por la Soledad. Pues la Soledad era el veneno de la estirpe de Shadran, así como la Entrega era su don. Y entre los nietos y descendientes comunes de las dos líneas de sangre, la huella de cada cual se había dividido, mostrándose con más fuerza su pertenencia. Unos pertenecían a Shadran, y otros a Erinthod. Y también entre ellos, algunos vagaban sin rumbo, sin poder hallar aquello que debía completarles.

Shadran sabía a qué había sido llamado. Así que descendió la colina, tras las palabras de Erinthod, aquejado por un profundo dolor, y buscó a su esposa. Y aunque Delorah lloró amargas lágrimas al saber el destino de aquellos hijos e hijas que debían ser devorados, Shadran la consoló con dulces palabras.

- Volverán al Ciclo de las Almas, mi Señora, y dejarán de sufrir y de vagabundear sin motivo - le dijo en un susurro, abrazándola. - Volverán a nacer, regresarán cuando sea el momento.

La abandonó con su llanto y partió hacia el bosque, siguiendo el rastro que podía percibir con claridad de aquellos Niños Huérfanos que se lamentaban, que vivían en la discordia y la pena, buscando en soledad lo que no habían todavía de encontrar. Tomó aire entre los altos árboles de plateadas ramas y dejó que la Sombra se enredara en él. El cabello blanco se extendió hasta arrastrar por el suelo, una humareda espesa y densa, oscura, fluctuó entre sus piernas, cubriéndolas, y se enroscó entre sus manos, formando dos garras abominables, retorcidas y espantosas que rozaban la hierba con sus uñas afiladas, gélidas. En sus ojos violáceos, el beso umbrío oscureció la mirada y la hizo brillar como un cielo cuajado de estrellas. Y dejó que el Hambre hiciera su función, dejó que aquel impulso largamente contenido se liberase, al abalanzarse con el aullido del lobo sobre los jóvenes hijos y nietos.

Los apresó entre sus garras, uno a uno. Sus miradas aterradas y los gritos de pánico se le clavaron en el alma como dagas envenenadas, mientras tomaba sus vidas y liberaba las almas para que regresaran al ciclo. Intentó acunarles mientras les devoraba, quiso consolarles, pero sólo veía el miedo y la desesperación en ellos cuando se acercaba, y se veía obligado a correr tras ellos y darles caza con violencia.

- Es necesario. Tenéis que entender... es necesario. - trataba de explicarles.

Pero no puede nadie hacer ver a quien vive que debe aceptar la muerte, no puede nadie consolar a un alma desesperada. Pese a todo, algunos se entregaron sin resistencia, pero aquello no hacía que el dolor de Shadran fuera menor. Y al amanecer, cuando todo había sido acabado, se abrazó las rodillas y gritó, sollozando de nuevo en su soledad, haciéndose preguntas, aborreciendo lo que estaba llamado a ser, lo que estaba llamado a hacer. Porque aunque fuera necesario, no le gustaba. Shadran, para su desgracia, era demasiado consciente de sí mismo, y aquella noche aprendió mucho sobre las cadenas que le atormentarían durante largo tiempo, sobre el aciago destino que le esperaba. Aquella noche se odió. Y su odio abrió una brecha en su alma, que dejaría que la Oscuridad que le envolvía se infectara y dejara de ser pura, convirtiéndose en una enfermedad difícil de sanar.

Después de aquella noche, Shadran se retiró y se aisló por completo durante largo tiempo. Tras la masacre de los Hijos Huérfanos, el resto de su descendencia y de la descendencia de Erinthod le temerían como se teme a un demonio, le rechazarían como se rechaza a la muerte.

Y pasaron las eras. Pasaron los años. Y los Alvar fundaron el Alvheim, y Shadran lo miró de lejos, junto a Delorah. Y los elfos crecieron, y las líneas de sangre se expandieron, y llegó el reinado de Azshara.

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La leyenda del Eclipse - I

Era el tiempo en que los bosques alzaban sus ramas plateadas hacia un cielo nocturno como un manto enjoyado, era el tiempo en que los Niños de las Estrellas parpadeaban aún atónitos, era el tiempo en que las eras se desperezaban. Los Grandes Señores habían abierto los ojos de los hijos de la Tierra tiempo atrás, los  trols y el imperio Ajz'aqir habían combatido sus batallas, y los jóvenes elfos, curiosos, caminaban en torno al Pozo de la Eternidad, fascinados y maravillados con el mundo que se ofrecía a su alrededor.

Fue entonces cuando los dos hermanos se miraron por primera vez, los ojos plateados y la mirada púrpura, casi negra. Se miraron largamente, durante años, hasta que encontraron sus nombres. Y cada uno nombró al otro, mostrándole una sonrisa complacida.

- Eres Shadran - dijo el pequeño elfo de cabellos grises y mirada de plata.
- Eres Erinthod - dijo el pequeño elfo de cabellos blancos y mirada violácea.
- ¿Te gusta? - preguntó Shadran, frunciendo el ceño levemente.

Erinthod se encogió de hombros y sonrió de nuevo con suavidad, mirando alrededor.

- Es como tiene que ser.
- A mi me gusta mi nombre.

Y ambos se fueron a jugar al prado, tomados de la mano. Ambos podían hacer crecer las flores, podían marchitarlas y hacerlas nacer de nuevo, ambos podían acoger entre sus manos a los pequeños insectos y soltarles después, con las manos llenas de pétalos marchitos y frescos. Reían y observaban el mundo en el que estaban, dejando que sus ojos volaran más allá, y los años pasaron, y los días transcurrieron. Y cerca de los kaldorei, Erinthod y Shadran crecieron en armonía.

Y los años pasaron. Y las eras dejaron su huella, y supieron a qué estaban llamados. Se mantuvieron a distancia de sus hermanos, pues sabían que la visión en sus ojos podía herirles, y enmascaraban su aspecto cuando caminaban entre ellos, pasando desapercibidos. Erinthod tuvo hijos, y les miraba desde lejos, contemplando el discurrir del tiempo con placidez. Shadran, sin embargo, seguía haciéndose preguntas, buscando lo que le gustaba y lo que no. Por eso tardó largo tiempo en tener descendencia. Por eso y porque descubrió a qué había sido llamado, y no podía rozar a nadie, apenas mirarles. Al hacerlo, se marchitaban como hojas secas, al contemplarles, temblaban. Pronto, si no se ocultaba a los demás con maestría, se encontraba con que todos le rehuían, y sólo la compañía neutra y silenciosa de Erinthod le aportaba algún consuelo en su profunda y triste soledad.

Los Elfos habían crecido, sus manos ahora jugueteaban con la magia recién descubierta y volvían la mirada hacia la Luna, adorándola con reverencia. A Shadran le gustaba la luna. Una noche, estaba sentado junto al lago, observando el reflejo de Elune sobre las aguas, con una mano extendida hacia la superficie. El espejo líquido se enturbiaba cuando lo rozaba con los dedos, lo pintaba con los colores de la Sombra y algunas criaturas marinas escapaban instintivamente de sus manos, huyendo de su toque. Meditaba solitario acerca del mundo que se extendía ante sí y que sólo podía disfrutar desde lejos. Entonces escuchó una voz melodiosa que cantaba dulcemente a pocos pasos, y levantó la mirada. Una elfa de cabellos púrpuras estaba sentada junto al lago y sostenía un cuenco con pétalos entre las manos, sobre las rodillas. La toga liviana, blanca como las estrellas, la envolvía con una caricia translúcida y los ojos brillaban, cálidos y alegres.

Shadran sabía que no debía mirar directamente a nadie con su aspecto real, sabía que mirar el Eclipse heriría los ojos de sus primos y les haría temblar de miedo y de emoción al mismo tiempo. Pero aquella muchacha era tan hermosa como Elune y estaba tan cerca... su corazón se conmovió y se abrió como una flor sedienta. Se acercó sin ocultarse, sólo pensando en rozar el blanco rostro de la Dama. Y la Dama levantó la vista hacia él, y toda ella se conmocionó, las lágrimas se desbordaron por sus mejillas y la canción murió en su garganta.

Se arrodilló junto a ella, junto al lago, y hechizado acarició los cabellos, tocó su cara de diosa. Ella apenas podía respirar, herida profundamente por la visión que tenía ante si, la belleza sublime de aquella criatura que parecía contemplarla con devoción.

- ¿Cómo te llamas? - murmuró Shadran, tapándole los ojos con suavidad, pues sabía que no podría articular palabra si seguía viéndole.

Y pasaron los segundos, los minutos y las horas, y cuando al fin se repuso, mientras sentía como su energía la abandonaba muy lentamente al contacto de la mano de aquel elfo, si es que era un elfo, ella respondió, en un susurro débil.

- Delorah
- ¿Te gusta lo que has visto, Delorah? - preguntó Shadran.
- Eres lo más hermoso que he visto nunca. He visto el amor. - respondió ella, temblando.
- Entonces tienes que ser mía.

Y Shadran tomó consorte, y la sacerdotisa le dio hijos, le dio su alma, su cuerpo y su corazón. Y Shadran la amaba porque ella le había visto y no había huido cuando la tocó, porque ella le había abrazado cuando sintió que se debilitaba bajo su toque. Y cuando Shadran tomó consorte y Delorah entró en su vida, Shadran aprendió a controlar su poder, pues no podía soportar dañarla cada vez que la rozaba. Por primera vez, aprendió a cortar ese flujo instintivo que le obligaba a arrebatar toda energía cada vez que sus dedos se posaban sobre algo vivo, y aunque necesitaba de toda su concentración y era difícil, merecía la pena. Dejaron de marchitarse las hojas y de temblar las criaturas del bosque que conseguía atrapar. Así, aunque la naturaleza huía instintivamente de sus dedos, Delorah nunca lo hizo. Y no volvió a ser causa de degradación de aquello que le rodeaba, aunque su naturaleza le inclinaba a ello.

Shadran tuvo hijas, y los hijos de Erinthod amaron a las hijas de Shadran en cuanto las vieron. Pero mientras que Erinthod no tomó esposas y dejó que su semilla discurriera cuando era necesario, Shadran sólo conoció a Delorah, y así las líneas de sangre de los Alvar se expandieron, mientras pasaban las eras y discurrían los siglos.

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Himnos

Nota de la Autora: Esta entrada quiero usarla para ir pegando enlaces de youtube con canciones, temitas y minutos musicales varios que a mi entender son bastante acordes, significativos y reveladores con respecto a las historias que hemos ido tejiendo con los personajes ^_^


Os pido a todos desde aquí que participéis! Poned vuestros enlaces como respuesta, si lo deseáis con un breve texto para explicar lo que os evoca o qué relacion tienen con vuestros niños - niñas. Iré editando el post para añadir todas vuestras respuestas y que se puedan ver en un hilo. Si se hace muy grandote, añadiré mas páginas con la misma etiqueta.


No os corteis ^_^


Altaria: Unchain the rain 



We´ve tread these paths of light so long
I´m right beside you just like thousand times before

I´m dark as dark can be,
I´m face of tragedy
that feeling, deceiving
that burn in your soul

My kingdom come
my will be done
so join me fallen one

We´ll drown our sorrow to this endless sea
together we´ll unchain the rain
Escape the world into our sanctuary
there in my arms you´ll be free

Your guilt I will justify,
I´ll make you mine
to have, to hold and embrace
A spark of mystery
the dark discovery
in your loss my
greatest victory

Closer apart
two of a heart
let us share the scars

Drown your sorrow to my endless sea
together we´ll unchain the rain
escape the light into my sanctuary there in my arms you´ll be free

So many times we have been falling
so many times i´ve heard you swearing that we´re through
As many times you have come crawling
´cause no one else can heal your pain the way I do

We´ll drown our sorrow to this endless sea
together we´ll unchain the rain
Escape the world into our sanctuary
there in my arms you´ll be free

We´ll drown our sorrow to this endless sea
together we´ll unchain the rain
And share our secret nighttime fantasy
together in forever sleep...

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3.- Cruor fata

Sabía que ella se había enfadado. La había notado retorcerse y cerrarse en el vínculo compartido, mirarle desde allí con gallardía, rebelde, plantando cara. En aquel momento no entendía la causa de su ofensa, tampoco podría comprenderlo demasiado más adelante.


- Tu también eres mía - había dicho simplemente, invadiéndola con su presencia y degustando sus sentimientos, su manifestación psíquica allí en esa estrecha habitación que compartían los tres.


Estaban sentados sobre un tronco derruido, junto a la Capilla de la Esperanza de la Luz. Hablaban, y mientras hablaban, él la observaba por dentro, por fuera, invariablemente. Recordaba lo que era para él. Su imagen le traía otras memorias además, una muchacha humana con el mismo cabello de lava prendida, con el mismo descaro para encararle, también intrépida. 


La miraba en sus tinieblas y su eterna sombra moteada de luz, por detrás del muro cauteloso que Crowen Skarth rara vez se permitía abrir cuando estaba con él. Esta no era una de esas extrañas ocasiones, pero no le importaba. El mismo muro ya le decía cosas, las mismas defensas y la amenaza implícita que ella sentía, por más que lo negara, cuando conversaba con él - o más bien, cuando se enfrentaba, pues para ella su presencia despertaba ese tinte de enfrentamiento implícito en muchas ocasiones - ya le revelaban cosas. No prestaba demasiada atención a ese muro, sólo contemplaba de qué estaba hecho y miraba más allá, por encima de las almenas.


Mirarla le recordaba a sí mismo. Siempre le había recordado a sí mismo, desde la primera vez que fue consciente de ella, en una reunión que ahora se atisbaba lejana, en la que había percibido la fortaleza de un pilar con una base firme, un espíritu poderoso y una voluntad inquebrantable. Le habían pedido que se definiera con una palabra, y ella, con desenfado y una expresión de desafío que le recordó poderosamente a aquella otra mujer lejana en el tiempo, cercana en el alma, había respondido: "Voluble". Sí, era una elfa maravillosa. Le importaba. Era una de aquellas cosas que sí importaban, por encima de lo demás, que brillaba con su propio crisol y le despertaba sentimientos encontrados.


Observó sus sentimientos, las partículas que componían su espíritu, y los degustó con calma mientras conversaban sobre sacrificios. Melian rondaba cerca, casi en trance, envolviéndose en su sombra en parte por contagio, en parte para poder sobrellevar todo lo que se desencadenaba desde su lado. La degustó.


La necesidad de ser siempre fuerte, de no flaquear. La necesidad de plantar cara a todo lo que ella creía que podía poner en duda su fuerza, su supremacía, para reafirmarse y seguir adelante. La conciencia extraña de una soledad impuesta a la que se abrazaba con la confianza de que era lo mejor para ella, lo mejor para todos, y las cargas de pesos que no creía conveniente compartir con una mezcla de vanidad al pensar que era la única capaz y preocupación por aplastar a los demás con ellas. La perplejidad cuando sus sentimientos se escapaban a su control, se resistían al análisis y la administración adecuada por parte de su mente racional y su ensalzada voluntad. Las heridas de la incomprensión por parte de aquellos que alguna vez le habían importado, el leve recuerdo de una niña lejana que fue niña por poco tiempo, que tuvo que obligarse a sí misma a levantar la cabeza y tomar las riendas de su destino sin tener ocasión de sentarse en un rincón y llorar sus lágrimas. Pero a pesar de todo, por mucho que ella se esforzase como él lo había hecho no hace tanto tiempo, aunque se negara a mostrarlo y reconocerlo, engullera cada trago y siguiera adelante sin mirar atrás, Crowen también era frágil. Crowen también era humana. Más de lo que ella misma quería permitirse, pero lo era. Los sentimientos de melancolía, de nostalgia, el amor desmedido que había visto en ella y que le había entregado a Melian sin reservas, la herida de los rechazos que en muchas ocasiones no eran tales, todo aquello que manipulaba para convertir en rabia y en ira y enfocarlo hacia sus enemigos, todo eso también existía. Todo lo que ella pensaba que le hacía débil. Todas las cosas que intentaba ocultarle a él con su actitud defensiva, con el miedo - porque era miedo - a que la percibiera como alguien débil. Inferior. Por debajo en la jerarquía. Miedo a aspectos de sí misma que pensaba que podrían ser esgrimidos para colocarla en una posición que no se merecía, de debilidad y vulnerabilidad, de poco aguante, de falta de coraje. Miedo a ser percibida como lo que no era. Miedo a la piedad, a ser infravalorada por ser humana y ser frágil, a pesar de sus experiencias y su larga edad. 


Sabía que no tenía ese miedo con Theron, quien se mostraba desde una posición no impositiva, de expectativa y aceptación. Una posición que en las estructuras del subconsciente de Crowen no suponía una amenaza tan patente, porque su carácter no se expresaba con la misma vehemencia. Sabía que sí lo tenía con él. Sabía perfectamente de dónde nacían las defensas que esgrimía inconscientemente hacia su persona, al igual que sabía lo absurdo que era, aunque en parte, le divertía. Y aquella declaración espontánea y natural, al decirle que era suya, la había interpretado de nuevo como una imposición, un desafío o un intento por subyugarla, por dominarla. Y en su afán por ser indomable e ingobernable, se había enfadado, sintiéndose ofendida, menospreciada y amenazada.


Podría explicárselo, quizá en otra circunstancia. Podría hablarle con calidez, mostrarle lo que esa pertenencia significaba, por qué era suya como suyos eran sus hijos, como suya era Wilwarin, como suya su familia o suyo era Melian. Podría sumergirse en matices, pero en ese momento sólo podía ver la naturalidad de esa afirmación, que había hecho que ahora, Crowen le mirase con un rictus tenso en la mirada y en los labios apretados. Sintiéndose, de nuevo, amenazada y bastante indignada por ese descaro.


- Demuéstrale lo contrario - dijo Theron, con una media sonrisa divertida, mientras él se perdía en los sabores de aquella muchacha que se blindaba ante los ataques que eran caricias, ante la imposición que era entrega, interpretándolo todo desde sus temores en vez de abrirse y mirar sin más.


Crowen se levantó y se fue. Se había enfadado. Ahti enarcó la ceja, paladeando. A Crowen le resultaba muy fácil abrirse, entregarse al brujo en todo lo que era. No sólo porque le quería, sino porque no le consideraba una amenaza, y en el fondo de su corazón, sabía que podía lidiar con ello. Siempre lo había sabido, y siempre se había enfrentado al desafío de Theron sin reservas, sin ver amenazada la seguridad en sí misma ante algo que, aunque a veces la inquietara, sabía que podía manejar. También influía el amor, claro. Porque Crowen amaba a Theron, y esa era la luz cálida que destellaba en su interior, entre la sombra, ese era el origen de su penumbra. Y Theron amaba a Crowen. Y Ahti también.


"Así, es, es mía y la quiero", se dijo, confirmando un nuevo punto en el que su atención se fijaba y su espíritu fluía con la voluntad de no desprenderse, de seguir adelante. La quería, no como el mero reflejo de los sentimientos del brujo, la quería porque él mismo la amaba, y la respetaba hasta límites insondables. Tanto la había respetado que se había negado a mantener un vínculo casual, porque quería ofrecerse a ella como ella merecía: hacerlo desde su voluntad, no desde los retazos de algo que había surgido de manera circunstancial. La quería por todo lo que era, por todo cuanto era. Por todo lo que le daba sin saberlo, por todos los velos que había descorrido sin ser consciente. Y era suya, porque era parte de su vida, porque formaba parte de aquellos escasos puntos en el entramado que habían despertado sus sentimientos, que le habían conmovido, a los que contemplaba con gratitud y devoción al observar su resplandor y sus crisoles umbríos.


La vio, furiosa y brillante, alejarse con la roja cabellera balanceándose a su espalda, luz negra y sombra reluciente, viva y no viva, convulsa a causa de sus emociones. Había atravesado la muerte para ir a buscarla, había dejado a Melian al otro lado para tirar de ella de nuevo hacia donde debía estar, sin pensar, sin sopesar consecuencias, simplemente movido por lo que sabía que podía hacer y quería hacer. Volvería a hacerlo. No tenía ninguna duda. La amaba por su fuerza y su coraje, por su humor cínico y por la dulzura con la que amaba al brujo, la amaba por su inteligencia y la belleza de su alma compleja, por su determinación y por su franqueza. Pero sobre todo, la amaba por todo lo que le ocultaba. Eso era lo que le conmovía, y al verla entonces, sentirla perpleja, sola, incrédula y perdida cuando Sarah la expulsó de su cuerpo y se apoderó de él, no había necesitado pensar más. Porque las cosas de sí misma que Crowen más temía, aquellas que podían ser usadas para herirla, su vulnerabilidad, su sensibilidad y sus lágrimas, su dolor y su tristeza, su nostalgia, la felicidad plena y vibrante que había sentido en brazos del brujo, todas las cosas que la exponían, eran las que él quería preservar, mimar y cuidar. Eran las que más valoraba. Más que su fortaleza.


Porque Ahti sabía que cualquiera puede ser fuerte. 

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2.- Fusus et voluntas



En la noche de Vallefresno, el cielo se teñía de púrpura salvaje y los aromas de las flores nocturnas estallaban en el exterior, dispersando sus caricias dulces en el olfato. Se ensamblaban con el ulular de los búhos, con el murmullo continuo del viento en las hojas y el crujido de las ramas, armonizados con el arrullo lejano, leve, de un mar de aguas claras y una playa blanca.

El paladín no lograba conciliar el sueño. Le costaba mantener la atención, tanto como reposar la mente con todo aquello tras de sí, con el reclamo constante, continuo, de aquella inmensidad perfecta y ordenada resonando con trémolos cristalinos en su interior, a su espalda. Se había tumbado en el futón y había permanecido con los ojos abiertos, incapaz de cerrarlos, contemplando las hebras doradas que se entrecruzaban, la malla tejida que percibía sobre la realidad y el discurrir energético sobre ésta con fascinación, sin poder hacer otra cosa. Finalmente, saturado de sí mismo, se había deslizado en silencio hacia un rincón de la casa blanca, desde el que observaba trabajar al artesano al otro lado de la estancia, inclinado sobre la mesa de trabajo a la luz de dos candiles. Desde su posición, envuelto en la brumosa luz dorada de los fanales, le veía, de espaldas. La toga oscura, las piernas flexionadas, uno de los pies descalzos apuntalado en la pata del blanco escabel, el cabello negro cubriéndole los hombros y las puntas de los cuernos oscuros. Se concentró en su imagen y en el sonido áspero de sus movimientos al pulir las piedras.

Aquel día, el brujo le había llevado a la Cruzada. Poco a poco, iba recordándole dónde podía anclarse, dónde debía sujetarse para no perder de vista sus deberes y sus intenciones. Le había mostrado los puntos de apoyo, le había acompañado a refrescar lo que ya sabía y a valorar lo que seguía siendo importante y lo que no, y todo aquello se estaba ajustando de nuevo, lentamente, en su propio ser ahora más completo. Y aunque todo tenía su peso y su medida, el paladín sabía bien cual era el hilo más fuerte, la cadena más poderosa a la que podía aferrarse para no perderse en el influjo hipnótico del medio al que pertenecía, mantener la vista fija sobre esta realidad. Ya había salido de él en una ocasión, simplemente volviendo la mirada hacia su compañero, como ahora estaba haciendo, y eso bastó para arrancarle de la espesa urdimbre en la que se deslizaba con indolencia.

Aquello lo recordaba y lo recordaría siempre con una claridad especular, casi antinatural. Una noche en las Cumbres Tormentosas. Ruinas antiguas de titanes. Tierra vetusta cubierta de nieve que refleja las luces del Norte y una cúpula dorada, bruñida, donde dos elfos murmuran a media voz, abrazados.



El paladín, que había recorrido las inmensidades sin perderse, se había precipitado a través del mundo, cabalgando como si no hubiera mañana, con una ansiedad dolorosa en el alma que no tenía lugar. ¿Qué es la distancia para dos almas unidas? ¿Qué es el tiempo para un vínculo tan fuerte como la gravedad, tan eterno como el infinito? No es nada... pero aun las nimiedades se le hacían insoportables, y espoleado por un instinto violento e incomprensible, se había precipitado hacia él. No bastaba contemplarle desde todas partes, no bastaba tenerle cerca a pesar de todo. Nada era suficiente, y la añoranza había podido finalmente con él. Solo quería verle un momento, poder hablarle y abrazarle un instante.

El brujo, como un faro que aguarda con los brazos abiertos, se mantuvo firme y resignado durante días, consciente como las rocas de que el mar le alcanzaría, esperando su regreso. Theron siempre había esperado. Esperar que él andara, esperar que él entendiera, esperar que él se moviese, esperar que se marchara, esperar que volviera, siempre esperando de él, sin desesperar ni acuciar, aunque algunas esperanzas ya se adivinasen imposibles.

Y ahora, entre el abrazo del alivio infinito, con la leve angustia en la garganta, se estrechan uno contra el otro, sedientos de la presencia al otro lado, murmurando con suavidad su añoranza, su turbación ante las fuerzas que tiran de ellos obligándoles a estrellarse, la melancolía enredada en el pecho y un suave dolor, el del sacrificio que conocen.

Sin pudor, el brujo se había arrojado contra él en toda su vasta necesidad, sin ocultarle cuánta sed le había provocado tenerle lejos sólo por tres días. El paladín no esperaba eso. Como siempre, las emociones de Theron le conmovían profundamente, removían su interior y le hacían derramarse como una presa rota. Había reconocido entonces lo que quería callar, lo que ocultaba con toda la maestría que le permitía su carácter, pues su cercanía en aquel momento le proporcionaba un bálsamo indecible y también le recordaba el dolor. El dolor mordiente que le desgarraba por dentro, como colmillos incrustados en una parte de sí que no comprendía, y lo había confesado sin dramatismos, pues ya lo había aceptado. Pero no sabía ni podía mentir al respecto, así que habló y descorrió los velos de ambos.

- Nos tapamos las costuras abiertas con remiendos de las sedas más finas... los más brillantes. - susurró el paladín, con la voz entrecortada. - Los más perfectos. Los únicos que nos hacen parpadear entre tanto gris.
- Pero no es el pedazo que falta - replicó el brujo, con la mejilla pegada a su cuello.

Se estrechaban, rodeándose con los brazos, intentando atraerse más a pesar de las placas metálicas de la armadura, de la tela gruesa de la capa de piel blanca. La ventisca silbaba en torno a ellos, les agitaba el cabello, arrastrando pedazos de escarcha. El rostro de alabastro de Theron parecía entonces una escultura de marfil, con la leve inquietud pintada en la mirada jade húmeda y turbada, joyas engastadas en el negro plumaje de las pestañas. Él mantenía la mandíbula tensa, la expresión regia y contenida habitual, y la mirada dorada, trémula a causa de una emoción misteriosa, destellaba tenue.

- Son joyas, y las usamos para tapar un puto agujero, tratando de llenarlo. Es injusto - dijo, apretando los dientes y apoyando la barbilla entre los cuernos de Theron.

Sus voces eran murmullos sentidos, contenidos. Se enfrentaban uno a otro como náufragos aferrados a la soga que les mantenía a flote, mientras el dolor rasgaba con lento desliz, leve pero continuo, en el fondo de las almas. El mismo, para los dos.

- Y sin embargo, lo aceptamos - las palabras del paladín sonaron amargas, brotaban con el sabor metálico del acero. - Y aun no sé por qué. No entiendo... no entiendo bien por qué admito esto, Theron.

En el largo instante de silencio, el brujo tomó aire, sus ojos relucían, teñidos por el velo vibrante de la tristeza y el sufrimiento añejo, de un anhelo encostrado que echó raíces en su alma tiempo atrás, que había ocultado y dirigido con prudencia. Siempre pensando en él, en no presionarle, en respetar su voluntad, la cadencia de sus pasos... y al escuchar aquello, sintió la ingravidez. La sensación de estar haciendo equilibrios en un hilo imperceptible, de haber alcanzado en aquel instante la cresta de la ola y vislumbrar al otro lado la posibilidad. La posibilidad de que una esperanza ya perdida pudiera ser real. Bajo el azote constante de los vientos del Norte, sus cabellos se entremezclaban, y se observaban, conscientes de estar en esa cumbre que podía elevarles o dejarles caer rodando. Con la opción de cambiar y dar un paso decidido hacia lo inimaginable o dejarse caer de nuevo a los lechos conocidos, donde hay dolor pero también la seguridad de no saberse expuestos.

Así, Theron desveló un atisbo de la necesidad que le asfixiaba por dentro, balanceándose al borde de su hilo, aferrándose a él con desespero.

- Una sola palabra... - dijo con voz temblorosa, sin apartar la mirada - ...una sola palabra me haría renunciar a todo.

Y la respuesta brotó inmediata, atropellada, irreflexiva y con la intensidad de la certidumbre, vibrando en la garganta del paladín, deslizándose al vocalizar, inundando los oídos de ambos. No podía pensar en ello, no quería pensar en ello. Sabía lo que quería, lo que querían los dos, y esta vez no iba a hacerlo. No iba a pensar en nadie más. Ya había sido suficiente.

- Hazlo. Yo también lo haré.

El brujo le miró, pálido. El viento azotaba sus cabellos, con cristales de escarcha prendidos como joyas que engalanan una anémona oscura.

- Sabes cual será mi respuesta... no pongas esto en mis manos - susurró entrecortadamente.

El paladín le observó, grave y firme. Sus ojos traslucían un resplandor cálido y sentido que no se velaba en aquel instante detrás de ningún otro sentimiento. Desnuda su mirada, desvistió después su corazón. Una vez vista la verdad, no podía volver atrás, no quería echarse atrás. Si lo hacía, siempre sabría que no era lo correcto, jamás podría engañarse. Él ya había decidido.

- No lo pongo en tus manos - respondió, sin recular. - Te digo que lo voy a hacer, te digo que lo hagas también tu. Me da igual lo demás. Quiero quedarme contigo, y eso es todo. Habrá dolor, habrá espinas, hay quien va a sufrir... no me importa. Se acabaron los espejos. Los voy a romper todos. Tu eres mío, yo soy tuyo. Y punto.

Solo eran palabras. Palabras pronunciadas en una noche de astros atentos y universos en conjunción, pero que encontraban su resonancia en cada acto, como el viajero la encuentra al llegar a Ledoria y volver la vista atrás, contemplando el camino recorrido y siendo consciente, al fin, de todo su sentido. Porque con ellos, las palabras nunca eran solo palabras, y todo tenía significado. Susurros pronunciados con las voces sentidas, extrañas, que se escurren entre los labios ahogadamente cuando brotan directamente de la esencia, de lo más profundo. En un abrazo sobre una cúpula dorada, se rompieron las cadenas, y la voluntad y el destino se cogieron de la mano, retorciéndose en un solo cordón de oro argénteo y plata dorada que se fundió con solidez.

Theron se estremeció, su alma temblaba, ensanchándose. La voz del paladín estalló en su interior. No lo podía aguantar, era imposible, nunca había podido aguantar con él. Las lágrimas resbalaron, quemando la piel. Esa era la certeza que se anudaba en su garganta, la que siempre había permanecido agazapada, callada, y dolía como el infierno... laceraba ante la creencia de que aquel martirio al que se condenaba era lo mejor para ellos... para él, para Ahti. Y en el paladín brillaba esa certeza sin ningún velo capaz de ocultarla una vez descubierta, grabada a fuego en el fondo del alma como una llamarada que todo lo consumía, sin circunstancias, sin espejos, sin nada. En parte, descubrirla le asustaba. Pero él sabía que todo lo importante, todo lo grande y verdadero, impone reverencia y veneración.

- Mío... - susurró el brujo, clavando los dedos en las placas hasta hacerse daño, apretando los dientes hasta que dolía, estrechándole con violento arrebato y liberación - mío... mío

Al fin podía decirlo. Podía decirlo con libertad, incrédulo en parte, incapaz de abarcarlo, ahogándose, asfixiándose. Lo repetía en un mantra de éxtasis sublime que le estremecía hasta lo más hondo, lo repetía por todas las veces que se le había negado su derecho, por todas las veces que no había podido hacerlo. Suyo. Se acabó el compartir el resplandor, se acabó la mordedura venenosa de los celos, que le desgastaba, pulsante y violenta más que ninguna otra, al fin, suyo. Y al ser suyo podía de una maldita vez pertenecerle por completo. Nunca más pisadas ajenas en su casa, nunca más viviendo de alquiler, suyo el suelo y las paredes, suyas las llaves, suyo y nada más. Se sentía aceptado, reconocido, correspondido. Una fortaleza abierta sólo para sus ojos, que le acogía ahora sin más necesidad que tenerle como habitante y que teniéndole a él no precisaba de ninguna otra cosa. Era ese el verdadero sentido de la pertenencia. El sentimiento de unidad y de ser único. De vitalidad y de estar plenamente vivo. De significancia y significado completo.

- Sólo soy yo si es contigo... perdóname por habernos engañado tanto, a los dos - replicó el paladín en el abrazo, la voz entrecortada, acelerada, bullendo con el temblor precipitado de hacérselas llegar - Tenías razón aquel día en tormenta abisal... soy un capullo. He tenido que dar muchas vueltas para llegar al principio. Para darme cuenta de esto, para entender lo que quieres, lo que quiero. Pero sabiéndolo ahora, no voy a dejar que vivamos en una mentira estúpida que sólo nos hace daño a todos por miedo a ... a nada.

El brujo negó con la cabeza, enredando las manos en el cabello de su par, alzando la cabeza para besarle, morder sus labios con auténtica necesidad, ahogándose en los sollozos contenidos. Y el paladín le estrechó con desesperación, hundiéndose en el beso que le reclamaba, reclamándolo a su vez. Por algún motivo todo le parecía entonces limpio y claro en el cielo tormentoso. Se reclamaron y se sellaron, ajustándose en la sincronía natural de aquello que eran, y mas allá, de lo que querían ser, de lo que habían construido a lo largo del tiempo. Un vínculo que empezó siendo sólo un cable desnudo. Un vínculo que habían aceptado, sí, pero que además habían completado al tenderse el uno hacia el otro queriendo alcanzarse, queriendo verse y completarse. Hasta que lo que fue un fino cordón se convirtió en una gruesa cadena ornamentada, de resplandores puros y vibrantes, de joyas engastadas, sobre la cual podían edificar ciudades, sólida, flexible y pura.

Los astros les contemplaron, atentos, mientras los cristales de los espejos rotos, ya inútiles, se desprendieron y se pulverizaron al reflejarles en su desnudez, puros y valiosos. Porque el universo es sabio, y siempre gira en la dirección que debe. Y la gravedad, inquebrantable e infalible, se detuvo por un momento a admirar su obra desde los confines de la Creación, antes de asentir y proseguir su rumbo, alejando y acercando los planetas, los astros, los vacíos y las almas en un tapiz de ciclos eternos.

"No sé donde ha empezado este camino. Pero sólo he encontrado respuestas cuando dejé de hacerme preguntas y, simplemente, miré. Y mire donde mire, te veo a ti, melian"





Lo recordaría siempre como se recuerdan los principios y los finales. Aquella sensación de descubrir delante de sus narices algo tan claro, tan sencillo, que de alguna manera nunca había visto. En aquella ocasión, el anhelo y la añoranza le habían arrancado del tapiz insondable para recorrer medio mundo sólo para abrazarle. Y al hacerlo, todo se había desencadenado como un temblor de tierra o una fuerza natural.


El reclamo de la espesa urdimbre, que tintineaba tras de sí, llamándole con el tirón de su propia esencia, palidecía frente a aquella otra invocación, continua y constante, que desviaba su atención una y otra vez hacia Theron. Se convertía en algo salvable gracias a esa gravedad que tiraba de sí hacia él. Quizá siempre había sido así.

Quizá por eso, contemplando el trabajo del artesano en la quietud de la noche, enredándose en él y deslizándose lentamente en su interior, en el vacío donde los ecos no asediaban y el silencio le abrazaba, sabía que acabaría durmiéndose en el rincón, refugiado en la Sombra que le amparaba, cubriéndole con los velos de un sueño plácido y perfecto en la orilla de una playa imposible.


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1.- Laudes

...Y despertó. Miró mas allá y ante sus ojos discurrió el Entramado, el tapiz infinito. Como una centella, la percepción se disparó en todas direcciones, en el estallido de una existencia que se despereza, esta vez conscientemente, para mirar cual recién nacido a su alrededor. Y Todo era inmenso y pequeño al mismo tiempo. Se detuvo entre el fragor constante, violento, de la Armonía Universal, y observó los diminutos puntos brillantes, como pequeñas velas y hogueras, que destellaban entre los hilos que los unían, a través de los cuales la energía discurría sin diques. Podía verlos resaltar sobre el fondo oscuro, entre los silencios, los espacios de Sombra en el tejido de la realidad. Curioso, se acercó a degustarlos. Los sabores atronadores de sensaciones, emociones intensas, pasaron a formar parte de él, pasó a formar parte de ellos. Era lengua, gusto y sabor, era olfato y aroma y era latido, sangre, venas y corazón, era piel y tacto en el Ciclo continuo en el que todo se alimentaba y retroalimentaba constantemente, y era Todo y Todo era él, y Todo lo que brillaba en aquel tapiz, le pertenecía. Se asomó a las vidas, y vio universos dentro de universos, tan inconmensurables como diminutos dentro de aquel tejido infinito y magistral, que a pesar de todo, se expandía y se expandía. Cada una de aquellas motas, cada uno de los pequeños nodos, incluso los más pequeños, eran miniaturas bordadas, complejas e intrincadas, de una belleza sublime y singular. Únicos y especiales, los comparó, se acercó a ellos, y vio que ninguno era igual. Encontró los nexos que los unían, las hebras partidas, las que se habían quemado, las que aún titilaban entre los espacios de la Nada y la Oscuridad.


Durante un momento, tuvo la certeza plena de que podía hacer cuanto quisiera. Gozoso y predominante, infinito como aquello a lo que había accedido, en lo que se diluía lentamente, flexionó su voluntad, y varió un nudo diminuto y sencillo, haciéndolo brillar más. Supo que podía destruir a su antojo. Supo que podía crear a su albedrío. Y supo que no tenía ningún motivo para hacer una cosa ni la otra, allí, en aquella distancia cósmica donde el Orden reinaba y giraba como un engranaje acertado. No tenía entonces ningún motivo para nada, porque todo era perfecto e intenso, pero frío y lejano al tiempo. Se había dispersado, y disperso, todo tenía una importancia extrema... y nada importaba especialmente. Su conciencia se fundía con el Gran Tapiz, se enredaba en los hilos y las hebras, se disgregaba en él. Y más allá de la sinfonía atronadora que le envolvía, que no tenía fin ni principio, como un leit motiv constante y continuo en el cual, al detenerse a escuchar, no era capaz de distinguir cuántas melodías, notas y armónicos se fundían para crear una música tan sublime, más allá de la Música, escuchó la Voz, que le llamaba desde la oscuridad.


"Ven. Vuelve a mi. Ven. Mírame"


Fluctuó y se enredó, tirando de los hilos y las cadenas, de los nudos y las redes, y deslizó la vista a lo largo de las titilantes luciérnagas, una centella de energía veloz, electrificada, que bebía de todas las fuentes y se alimentaba de un torrente infinito, buscando aquel sonido conocido, que despertaba un reflejo tan natural como el equilibrio que le rodeaba, en el que estaba hundido. Una sombra profunda, una figura alta de alas emplumadas y negras, jirones de nubes tempestuosas, difusas. Dos ojos teñidos por el resplandor purpúreo, con una constelación verdeante, brillante, en su interior, y un núcleo crisolado, chispeante.


Se volvió hacia aquella alma, y vio Luz también en su interior. Una Luz distinta, una Luz que ardía en llamaradas oscuras, suaves, que no abrasaba ni chisporroteaba, la Luz Negra. Y vio la pureza, vio que estaba bien. Le gustaba. Le reconoció cuando discurrió por su interior, probando y degustando sus imágenes, sus recuerdos, sus sentimientos, y se vio a si mismo en ellos, destellando como una llamarada imperecedera, formando parte de aquel crisol, revitalizándolo, completándolo.


El concierto quedó al fondo, resonante, imposible de esquivar, imposible de ignorar, sin embargo, se reagrupó sin esfuerzo, ensamblándose y deteniendo su órbita frenética para contemplar aquello que reconocía.


"Te conozco"
"Me conoces" Le miraba, desde todos los lugares desde los que podía hacerlo, le miraba. "Eres sublime", le dijo. Y no había miedo en los ojos que le contemplaban.
"Soy lo que soy"
"¿Te gusta?"


No pudo entender la pregunta. Nada gustaba o disgustaba, era lo que había de ser. Sin embargo, aquello que tenía ante sí, aquello era diferente y resaltaba por encima de todo lo demás, llamando su atención poderosamente. Bebió de sus recuerdos, lamió la Sombra que le envolvía, se enredó en su Alma y la mordisqueó para probarla. Se deslizó por sus poros, en los recovecos de sus pensamientos. Se vio a través de sus ojos, y percibió sus emociones.


Le vio a él, en el centro de los Silencios y los Yermos Parajes, de la Oscura Bruma y la Sombra Insondable, entre los velos difusos, grisáceos y brumosos. Alto, el cabello ondeaba como jirones de carboncillo difuminado, las alas emplumadas se extendían a sus espaldas, y los cuernos oscuros, negros como la pez, contrastaban aun más. Una runa brillaba en sombras en la frente, los pozos púrpura de los ojos, la sonrisa apenas dibujada. Se vio a sí, en el centro de la Sinfonía y los Eternos Manantiales, del Tapiz Divino y la Luz Infinita, entre los fractales ordenados y las tramas simétricas. Las hebras destellantes que partían de su espalda se enredaban en sus muñecas, le unían a aquella red como tentáculos donde la energía discurría sin detenerse. Se enredaban en sus tobillos, se tejían a ambos lados de su cuerpo, translúcidas, casi blancas, afiladas como alas de halcón. Alto, los ojos destellaban como faros, líneas doradas y blancas, brillantes, se dejaban ver bajo la piel desnuda, que parecía bruñida como un metal pulido y áureo. Una marca destellaba sobre el pecho, y el cabello flotaba casi hasta los pies, como si no dejara de crecer.


Les vio a ambos. Y supo que importaba, así que se quedó mirándole, y después volvió la vista hacia el Espejo, para contemplarse. Aún tardaría algo de tiempo en reencontrar sus motivos, sus recuerdos y sus raíces, aún tardaría en aprender a ser lo que era y aceptar lo que sólo puede ser aceptado. Pero cuando se miró en el Espejo, levantó la barbilla levemente, y una serpiente de escamas reflectantes, especulares, le devolvió una mirada ambarina.















Y despertó. O quizá ahora estaba soñando... hacía tiempo que aquello había dejado de importar. ¿Cuál es el sueño, cual la realidad? Se apartó el cabello del rostro y observó alrededor. La casa de paredes blancas, el sonido de las aves de Vallefresno en el exterior, el espejo. El calor del cuerpo que yacía a su lado en el suelo empezaba a apagarse. Con un gesto sutil, sin hacer el menor ruido, lo cubrió con la densa capa mullida y deslizó los dedos sobre sus párpados en una caricia sentida, contemplándole por un instante. "Hay más", se dijo, desorientado y perdido en la realidad. Descubrió que estaba hambriento y tenía sed, se miró las manos y frotó los dedos, tratando de centrar su atención, de recuperarse y reensamblarse. El tintineo constante al otro lado, llamándole, buscándole, reclamando su mirada, que se tendía naturalmente hacia su medio, hacía difícil volver a sentir el mundo como lo había hecho hasta entonces.


Como Melian diría más adelante, en unas circunstancias completamente distintas, es difícil ver con claridad cuando tienes ojos nuevos.

Posted by Unknown | en 5:02 | 0 comentarios